Anthony Costello, Director del Departamento de Salud de la Madre, el Recién Nacido, el Niño y el Adolescente de la OMS
Tenía apenas dos horas de vida. Había pesado menos de 2 kg al nacer, toda rojita ella, con ese rubor subcutáneo que asomaba bajo su fina y porosa piel de bebé prematuro. Una pelusilla húmeda le recubría la espalda y, aunque diminuta, se la veía rebosante de vida: daba pataditas y chillaba con fuerza. «Habrá nacido en la semana 32», calculé. «Unos dos meses antes de tiempo». En Londres la habrían transferido a una unidad especial de atención neonatal, con una temperatura idónea, donde la habría atendido una experimentada enfermera de atención neonatal, ojo avizor por si surgiera cualquier signo preocupante, ya fuera falta de calor, problemas respiratorios, cambio de coloración, vómitos, fluctuación de la temperatura o cualquier otro indicio de infección. Se habrían controlado sus niveles de azúcar en sangre y registrado las cantidades de líquidos ingeridos. A través de una pequeña sonda en la nariz, se le habría administrado leche materna. Al más mínimo indicio de empeoramiento, habrían llamado a un médico especialista en pediatría.

Pero en este pequeño y destartalado hospital de distrito del Nepal rural, a dos días a pie de la carretera más cercana, el personal no estaba acostumbrado a atender a recién nacidos, y mucho menos a bebés prematuros. En aquella época, hace ahora 25 años, 9 de cada 10 madres daban a luz en sus casas. La enfermera que estaba de guardia esa noche carecía de formación. Hacía frío en el dispensario, y solo había dos cunitas para lactantes. Un par de ancianas con síntomas de insuficiencia cardíaca, varios jóvenes con fracturas, una mujer inconsciente aquejada de meningitis y varios corrillos de familiares, compartían un mismo espacio. No había ni sondas, ni termómetros, ni medios para realizar análisis de sangre ni monitores de apnea para lactantes. No había electricidad, de modo que una incubadora tampoco habría servido de nada. El médico había tenido que salir y habían ido a buscarme al consultorio vecino, financiado por un proyecto de Save the Children, en el que estaba trabajando por aquel entonces.
Estuve tres horas con la madre de la niña, Laxmi, y con la enfermera del dispensario. Les expliqué cómo mantener caliente al bebé mediante el contacto piel con piel (lo que se conoce como método madre canguro), cómo controlar la temperatura corporal mediante el tacto y cómo utilizar un paladai de plata (un pequeño receptáculo acanalado típico de la región), de modo que Laxmi pudiera alimentar a su niña gotita a gotita con su propia leche, previamente exprimida. Me sentía optimista. No había signos de infección, y Laxmi había roto aguas apenas una hora antes de dar a luz. Solo estaba aquí porque había venido al mercado. Este era su segundo bebé, y Laxmi se sentía confiada en cuanto a su alimentación y cuidado. Por pura precaución, le dejé a la enfermera unas gotas de antibiótico. A las diez de la noche regresé a casa paseando bajo la luz de la luna y puse el despertador para el día siguiente.
«Debemos asegurar la voluntad política, los fondos, las medidas de promoción y los conocimientos especializados necesarios para que todas las mujeres puedan dar a luz y todos los niños puedan nacer en las mejores condiciones posibles».
Anthony Costello, Director del Departamento de Salud de la Madre, el Recién Nacido, el Niño y el Adolescente de la OMS
Me levanté al amanecer y regresé corriendo al hospital. Cuando entré por la puerta, la enfermera se encogió de hombros. Laxmi había desaparecido. Su hija había muerto después de medianoche y ella había tenido que volver a pie a su casa, que estaba a unas 6 horas de distancia, para dar de comer a su búfalo y ocuparse de su otro hijo. Laxmi había envuelto a su hija muerta en una sábana para llevarla al templo del bosque sagrado en busca de un sacerdote brahmán. Me quedé mudo de disgusto. En Londres las probabilidades de supervivencia de esta recién nacida habrían sido de más del 98%. Con unos cuidados básicos de enfermería neonatal –nada de alta tecnología, vamos–, habría sido posible estabilizarla y sacarla adelante. No estamos hablando de ciencia aeroespacial, solo de prestar un poco de atención al detalle: se trata de contar con una serie de conocimientos básicos para controlar la temperatura y la respiración, prestar los oportunos cuidados de higiene, fomentar el amamantamiento temprano, asegurar un tratamiento inmediato al más mínimo signo de infección y procurar que el lactante esté en contacto con la madre. Nadie supo decirme la causa de su muerte. Puede que cogiera frío, o quizás sus niveles de azúcar en sangre se desplomaron de repente, o tal vez dejó de respirar por un breve instante sin que nadie le realizara la estimulación necesaria para salvarla. Nunca lo sabré con certeza.
Este trágico suceso tuvo lugar hace mucho tiempo –en una época en la que yo trabajaba en las mágicas aldeas de las faldas del Himalaya–, cuando uno de cada 10 niños y una de cada cien madres morían después del parto. Desde entonces, estas cifras se han reducido a la mitad, pero las tasas de supervivencia de los lactantes prematuros siguen siendo bajas tanto en Nepal como en otros 70 países pobres. El 17 de noviembre, Día Mundial del Niño Prematuro, queremos reivindicar unos sistemas de salud capaces de prevenir ese millón de muertes evitables que se producen cada año entre los lactantes prematuros. No estamos hablando de casos límite, por ejemplo de bebés extremadamente pequeños que solo se pueden salvar si hay disponibles unidades de cuidados intensivos neonatales, dotadas de equipo de alta tecnología, y tras meses y meses de utilización de ventiladores, goteros y demás sistemas de apoyo. Nos referimos al acceso a una atención de enfermería básica y a un conjunto de aparatos sencillos capaces de salvar la vida de la mayoría de los bebés nacidos antes de tiempo; soluciones como el método madre canguro, la disponibilidad de medicamentos asequibles y el acceso a sistemas de administración de oxígeno, tal y como recomiendan las directrices de la OMS para mejorar la supervivencia de los lactantes prematuros.
Las Naciones Unidas han adoptado, sobre la base de la evidencia científica aportada por la OMS, una estrategia claramente definida para reducir drásticamente las muertes de recién nacidos, consistente en: fortalecer, mediante inversiones, la atención durante el parto y el primer día y la primera semana de vida; mejorar la calidad de la atención materna y neonatal; llegar a todas las mujeres y todos los recién nacidos, en particular los más pobres; aprovechar la influencia de los padres, las familias y las comunidades; y contabilizar a todos los recién nacidos para poder hacer un seguimiento de todos los nacimientos y muertes y vigilar nuestra labor en esta esfera. La estrategia prevé asimismo que todos estos esfuerzos deberán contar con el apoyo de sólidos sistemas de salud capaces de prestar unos servicios de calidad a todas las personas, cuando quiera y donde quiera se precisen.
Más de la mitad de las muertes de niños menores de cinco años se dan durante el periodo neonatal. «Si queremos avanzar hacia nuestros objetivos de desarrollo, debemos asegurar la voluntad política, los fondos, las medidas de promoción y los conocimientos especializados necesarios para que todas las mujeres puedan dar a luz y todos los niños puedan nacer en las mejores condiciones posibles». Seguro que podemos hacerlo.