Excma. Ministra Dechen Wangmo, Presidenta de la 74.ª Asamblea Mundial de la Salud; Excmo. Presidente Uhuru Kenyatta; Excmo. Presidente Mogweetsi Masisi; Excmo. Presidente Zoran Milanović; Excmo. Presidente Luis Rodolfo Abinader; Excmo. Vicepresidente Alfredo Borrero; Excmo. Consejero Federal Alain Berset; excelencias, queridos colegas y amigos,
Antes de proseguir, deseo también agradecer los mensajes enviados por vídeo por el Presidente Emmanuel Macron, la Primera Ministra Sheikh Hasina Wajed y el Secretario General António Guterres.
Me alegro de verlos. Ha pasado mucho tiempo. Durante más de dos años, la tecnología nos ha permitido seguir reuniéndonos y trabajar juntos, pero no hay nada como encontrarnos cara a cara. Aguardo con interés lo que nos deparará esta semana, nuestros debates y los avances que lograremos en los temas que afrontamos todos.
La pandemia de coronavirus (COVID-19) ha puesto nuestra vida patas arriba. El mundo entero ha sufrido mucho, y sigue sufriendo. Sé lo complicados que han sido los dos últimos años para ustedes y para las personas a las que servimos juntos.
Hay personas que se han dejado la vida y otras que han perdido a sus seres queridos y sus medios de vida; los sistemas de salud se han visto sometidos a tensiones y en algunos casos se han desbaratado; y los profesionales de la salud han trabajado en condiciones extremas. Algunos de ellos han sufrido las peores consecuencias y otros han padecido estrés y depresión; la vida comunitaria se ha visto gravemente perturbada, se han cerrado escuelas y lugares de trabajo, y muchas personas han experimentado aislamiento y ansiedad.
Como gobernantes de sus respectivos países, han estado ustedes en el ojo del huracán, enfrentándose a numerosos retos, entre ellos: proteger tanto la salud como los derechos individuales, tranquilizar a la población ante la incertidumbre, combatir la información falsa y la desinformación, y dar acceso a las vacunas y otros recursos.
Les agradezco a todos los esfuerzos que han realizado para proteger a su población y trabajar con la Secretaría de la OMS y nuestros asociados a fin de proteger al resto del mundo.
Más de dos años después de que se declarara la peor crisis de la salud en un siglo, ¿dónde nos encontramos? Se han notificado a la OMS más de seis millones de defunciones por COVID-19, pero, como saben, nuestras nuevas estimaciones del exceso de mortalidad son mucho mayores y apuntan a cerca de 15 millones. Los casos notificados han disminuido significativamente desde el máximo alcanzado durante la oleada causada por la variante ómicron en enero del presente año, y el número de muertes registradas es el más bajo desde marzo de 2020. En muchos países se han levantado todas las restricciones y la vida se parece mucho a cómo era antes de la pandemia.
Entonces, ¿podemos decir que todo ha acabado? Desde luego que no. Sé que no es lo que quieren ustedes oír, y tampoco es lo que querría transmitirles. No cabe duda de que hemos logrado avances: la vacunación del 60% de la población mundial ha contribuido a reducir las hospitalizaciones y las defunciones y, de ese modo, ha ayudado a que los sistemas de salud resistan mejor el golpe y a que las sociedades se recuperen.
Sin embargo, la pandemia no terminará en ningún lugar hasta que acabe en todo el mundo. Las notificaciones de casos están aumentando en cerca de 70 países de todas las regiones del mundo, incluso cuando las tasas de tamizaje han disminuido.
Además, el número de muertes registradas está aumentando en mi continente, que es el que tiene menor cobertura de vacunación.
Este virus nos ha pillado siempre con el paso cambiado, ha azotado a nuestras poblaciones una y otra vez, y aún hoy seguimos sin poder predecir su trayectoria y su intensidad. Estamos bajando la guardia, por nuestra cuenta y riesgo.
Al aumentar la transmisión, se producen más defunciones —sobre todo de personas sin vacunar— y se incrementa el riesgo de que aparezca una nueva variante, y al realizar menos pruebas y secuenciaciones, perdemos el rastro de la evolución del virus. Casi mil millones de personas que viven en países de bajos ingresos siguen sin vacunarse.
Solo 57 países han vacunado al 70% de su población, casi todos ellos de ingresos altos. Debemos seguir ayudando a todos los países a alcanzar una cobertura de inmunización del 70% lo antes posible, y, más concretamente, a que vacunen al 100% de las personas mayores de 60 años, los trabajadores de la salud y las personas con enfermedades preexistentes.
Aunque el suministro de vacunas ha mejorado, la vacunación no ha aumentado al mismo ritmo. Algunos países no están demostrando tener suficiente compromiso político para poner las vacunas a disposición de la población, lo cual se explica, como ha señalado el Presidente Kenyatta, por la falta de voluntad de algunos gobernantes de ofrecer un acceso equitativo a ellas. Hay países que carecen de recursos económicos o de capacidad operativa y, en todas partes, la información falsa y engañosa propaga la reticencia a vacunarse.
En estos momentos, el principal objetivo de la OMS es ayudar a los países a administrar lo antes posible las vacunas de que disponen. La otra cara de la moneda son la insuficiencia de fondos y de acceso que dificultan el suministro de pruebas y tratamientos.
La pandemia no desaparecerá por arte de magia pero, gracias a la ciencia, contamos con los conocimientos y los medios para ponerle fin.
Hacemos un llamamiento a todos los países que todavía no han alcanzado una cobertura de vacunación del 70% para que se comprometan a lograrla lo antes posible, y pedimos también que se vacune preferentemente a todos los profesionales de la salud y las personas mayores de 60 años o que presentan mayor riesgo.
Hacemos un llamamiento a los países que han alcanzado una cobertura de vacunación del 70% para que ayuden a aquellos que aún no lo han conseguido.
Hacemos un llamamiento a todos los países para que mantengan la vigilancia y la secuenciación.
Hacemos un llamamiento a todos los países para que preparen la reintroducción y modificación de las medidas sociales y de salud pública, según sea necesario.
Hacemos un llamamiento a todos los países para que restablezcan los servicios tan pronto como sea posible.
Y hacemos un llamamiento a todos los países para que trabajen con sus comunidades a fin de fomentar la confianza.
Pero, por supuesto, la pandemia no es la única crisis de nuestro mundo. En este mismo momento, nuestros colegas de todo el mundo están respondiendo a brotes de la enfermedad por el virus del Ébola en la República Democrática del Congo, de viruela símica y hepatitis de origen desconocido, así como a complejas crisis humanitarias en el Afganistán, Etiopía, la República Árabe Siria, Somalia, Sudán del Sur, Ucrania y el Yemen. Estamos haciendo frente a una formidable convergencia de enfermedades, sequías, hambrunas y guerras, todo ello agravado por el cambio climático, la desigualdad y la rivalidad geopolítica.
Como ustedes saben, esta Asamblea de la Salud marca la finalización de mi primer mandato como Director General. Me siento abrumado por la decisión del Consejo Ejecutivo de nombrarme para un segundo mandato.
Como lo he reflejado en los últimos cinco años, noto que este mandado ha estado enmarcado por dos visitas a zonas de guerra. En julio de 2017 realicé mi primer viaje como Director General al Yemen, un país que estaba y sigue estando envuelto en una guerra civil. Mientras estuve allí, conocí a una madre y a su malnutrido hijo, que habían viajado durante horas para llegar al centro de salud que yo estaba visitando, en Saná. La mujer, que era piel y huesos, rogaba al personal médico que le dispensara atención, no a ella, sino a su hijo.
Dos semanas atrás estuve en Ucrania, donde visité hospitales bombardeados y me reuní con trabajadores sanitarios. Visité también un centro de acogida de refugiados en Polonia, y allí conocí a otra madre de la zona de Mariupol, quien me contó que al comenzar los bombardeos su hija pequeña tenía mucho miedo. «No te preocupes», le dijo su madre. «Es una tormenta eléctrica. Ya pasará.»
En nuestro centro de almacenamiento, en Lviv, cogí una muleta pediátrica que la OMS estaba preparando para enviar; una muleta para niños, un dispositivo que los niños solo deberían necesitar si se lesionaran practicando deportes o trepando a los árboles, como hacen los niños que son niños, no porque resultan heridos por bombas. Me reuní con personas que habían perdido a seres queridos, que junto con sus hogares habían perdido la sensación de seguridad y, sin embargo, de alguna manera, no había perdido la esperanza.
Tanto en el Yemen como en Ucrania, y también en otros países que visité durante mi primer mandato, pude ver las profundas consecuencias de los conflictos sobre los sistemas de salud y las personas a las que dispensan servicios. Más aún que las pandemias, la guerra sacude y destroza las bases sobre las que se asentaban sociedades antes estables.
La guerra priva a comunidades enteras de servicios de salud esenciales; expone a los niños a riesgos de enfermedades prevenibles mediante vacunación, a las mujeres a un mayor riesgo de violencia sexual y a las embarazadas al riesgo de un parto peligroso, mientras que las personas que sufren enfermedades transmisibles y no transmisibles pierden el acceso a servicios y tratamientos vitales de los que dependen.
Además, la guerra deja cicatrices psicológicas que pueden tardar años o decenios en curar. Para mí, esto no es hipotético ni abstracto, es real y es personal. Yo soy un niño de la guerra.
El sonido de los disparos y los proyectiles silbando en el aire; el olor del humo después del impacto; las balas trazadoras en el cielo nocturno; el miedo; el dolor; las pérdidas; esas cosas me han acompañado durante toda mi vida, porque estuve en medio de la guerra cuando era aún muy joven.
Como las madres que conocí en el Yemen y en Ucrania, la preocupación de mi madre era mantenerme seguro a mí y a mis hermanas y hermanos. Cuando mi madre oía disparos, durante la noche, nos hacía dormir debajo de la cama y ponía más colchones encima de esa cama bajo la cual se apretujaban todos los niños, con la esperanza de que estaríamos protegidos si un proyectil cayera en nuestra casa.
Yo sentí ese mismo temor como padre en 1998, cuando regresé a Etiopía y mis hijos tuvieron que esconderse en un búnker para protegerse de un bombardeo. Eso fue cuando regresé de Nottingham, donde preparaba mi doctorado, porque estaba preocupado por mi familia y el resto del país. Tal vez ustedes recuerden lo que ocurrió en 1998. Ahora vuelvo a tener los mismos sentimientos de dolor y pérdida a raíz de la guerra que otra vez asuela mi patria. No solo fui un niño de la guerra, sino que la guerra me ha perseguido a lo largo de mi vida.
Pero mi historia no es la única. Es igual que tantas otras; es la historia de una familia que no inició la guerra, que no era responsable de la guerra, pero sufría a causa de ella.
La guerra es suficientemente mala. Sin embargo, se agrava porque crea las condiciones para la propagación de enfermedades. De hecho, la guerra, el hambre y la enfermedad son viejos amigos. En las guerras napoleónicas y en la guerra civil de los Estados Unidos murieron más soldados por enfermedades que en el campo de batalla.
No fue una mera casualidad el hecho de que, en 1918, la gripe pandémica, la mayor pandemia registrada, coincidiera con la que entonces fue la mayor guerra que el mundo había conocido, la Primera Guerra Mundial. No es una coincidencia el hecho de que la última frontera para la erradicación de la poliomielitis se encuentre en las regiones más inseguras del Afganistán y el Pakistán.
Tampoco es una coincidencia el hecho de que en 2018, el brote de enfermedad por el virus del Ébola ocurrido en la relativamente estable provincia de Equateur, en la República Democrática del Congo, se pudiera controlar en dos meses, mientras que el brote en las regiones inseguras de Kivu del Norte e Ituri se no se pudo controlar sino al cabo de dos años. Donde hay guerra, el hambre y la enfermedad no tardan en aparecer.
La pandemia de COVID-19 no provocó la guerra en Ucrania; ni la guerra provocó la pandemia. Pero ahora ambas están entrelazadas. Hasta este año, Ucrania se encontraba entre los países que más rápido avanzaban hacia la cobertura sanitaria universal.
Estamos profundamente preocupados por las repercusiones de la guerra en esos logros. Ya hemos visto el cierre de muchas clínicas y hospitales, el desplazamiento de trabajadores de la salud y la interrupción de servicios.
Visité un hospital en la ciudad de Makariv, al oeste de Kiev. Un ataque con misiles había dañado las plantas de hospitalización, y el departamento de atención primaria había quedado completamente destruido. Y no es solo Ucrania.
En lo que va de año, la OMS ha verificado 373 ataques contra la atención de salud en 14 países y territorios, que se han cobrado la vida 154 trabajadores de la salud y pacientes, y han herido a 131 personas.
Incluso la OMS está en el punto de mira. En 2019, nuestros colegas el Dr. Richard Mouzoko y Belinda Kasongo fueron asesinados en la República Democrática del Congo mientras trabajaban para proteger a otras personas de la enfermedad por el virus del Ébola.
Los ataques contra los trabajadores de la salud y los establecimientos de salud constituyen una violación del derecho internacional humanitario. También son un atentado contra el derecho a la salud.
En Etiopía, la República Árabe Siria, Ucrania, el Yemen y otros lugares, la OMS trabaja en zonas de conflicto para suministrar medicamentos y equipo, y ofrecer capacitación y asesoramiento técnico con el fin de apoyar la prestación de atención a quienes la necesiten: atender a los heridos, ofrecer a las mujeres embarazadas las condiciones para un parto seguro y con el apoyo necesario, asegurarse de que los niños reciben sistemáticamente las vacunas correspondientes, y ayudar a los trabajadores de la salud que siguen prestando servicios vitales en las circunstancias más difíciles.
El año pasado viajé al Afganistán, donde me reuní con un grupo de enfermeras que me dijeron que no habían cobrado en tres meses, pero que continuarían atendiendo a sus pacientes. La OMS les pagó su sueldo para que pudieran seguir prestando la atención de la que dependen sus comunidades.
Sin embargo, al final, el medicamento que más se necesita es el que la OMS no puede ofrecer: la paz. La paz es un requisito previo para la salud.
En El Salvador, durante la guerra civil, se decretaban altos el fuego de un día de duración, los denominados «días de tregua», tres veces al año, lo que permitía vacunar a los niños contra la poliomielitis, el sarampión y otras enfermedades. En 1990, 159 naciones firmaron una declaración y un plan de acción en los que se refrendaba la necesidad de los días de tregua, a los que se ha recurrido en el Afganistán, Côte d’Ivoire, el Perú, Uganda y en otros países.
No puede haber salud sin paz y, al mismo tiempo, no puede haber paz sin salud.
Los autores de la Constitución de la OMS eran conscientes de ello, cuando escribieron que la salud de todos los pueblos es una condición fundamental para lograr la paz y la seguridad, y depende de la más amplia cooperación de las personas y de los Estados.
La salud puede contribuir a la paz mediante la prestación equitativa de servicios a todas las personas de la sociedad, en particular a los grupos desfavorecidos. Esto puede ayudar a corregir los factores desencadenantes de un conflicto, como el acceso desigual a la atención médica, que muchas veces puede provocar sentimientos de exclusión y resentimiento.
Los servicios de salud equitativos refuerzan la confianza de la comunidad lo que, a su vez, contribuye al fortalecimiento de los sistemas de salud y a la consolidación de la paz.
Así, por ejemplo, en Túnez, tras la Primavera Árabe y, con el apoyo de la OMS, se instauró un Diálogo Social para la Paz como plataforma para que los tunecinos pudieran expresar sus necesidades e ideas en materia de salud. En Sri Lanka, la OMS ha prestado apoyo a una intervención psicosocial basada en la comunidad denominada «Manohari», destinada a reducir la violencia. En Colombia, la OPS/OMS apoyó la reintegración en el sistema de salud de antiguos combatientes con conocimientos especializados en materia de salud, ofreciéndoles formación médica.
La resolución sobre la salud y la paz que examinarán esta semana servirá, en caso de que se apruebe, para apoyar aún más los esfuerzos que realiza la Secretaría para ofrecer programas de salud en zonas afectadas por conflictos, programas que también contribuyen a la consolidación de la paz.
La salud es una de las pocas esferas en que las naciones pueden trabajar conjuntamente, más allá de sus diferencias ideológicas, para encontrar soluciones comunes a problemas comunes y tender puentes.
Esta semana tendrán una apretada agenda, en la que se abordarán temas como la formación del personal de salud del futuro, la erradicación definitiva de la poliomielitis, la creación de un nuevo marco para la seguridad sanitaria mundial o la renovación del impulso hacia la cobertura sanitaria universal.
Pero ninguna de estas cosas podrá lograrse en un mundo dividido. Solo podrán lograrse si los países trabajan para dejar de lado sus diferencias; para encontrar elementos comunes allí donde los haya; para colaborar allí donde sea posible; para comprometerse allí donde sea necesario, en busca de la paz.
Como dijo John Lennon, «Podrán decir que soy un soñador, pero no soy el único». Porque, a menos que soñemos con un mundo mejor, nos seguiremos despertando en este. A menos que apuntemos más alto, caeremos más bajo. A menos que sembremos la solidaridad, cosecharemos la división. A menos que busquemos la paz, encontraremos la guerra.
Hoy, y día tras día, podemos elegir, nosotros somos los que elegimos. Y hoy, y día tras día, debemos elegir la salud para la paz, y la paz para la salud. Paz, paz, paz.