Buenos días, buenas tardes y buenas noches.
Hace 1221 días, se notificó a la OMS un conglomerado de casos de neumonía de causa desconocida en Wuhan (China).
El 30 de enero de 2020, a raíz de la recomendación del Comité de Emergencias convocado en virtud del Reglamento Sanitario Internacional, declaré que el brote mundial de COVID-19 era una emergencia de salud pública de importancia internacional, el máximo nivel de alerta con arreglo a la legislación internacional.
En ese momento, fuera de China había menos de 100 casos notificados, y no se había notificado ninguna muerte.
En los tres años transcurridos desde entonces, la COVID-19 ha puesto nuestro mundo patas arriba.
Se han notificado a la OMS casi siete millones de muertes, pero sabemos que esta cifra es varias veces superior, y que el número de muertes es de al menos 20 millones.
Los sistemas de salud se han visto gravemente perturbados, y millones de personas no han tenido acceso a los servicios de salud esenciales, en particular a la vacunación infantil, que salva vidas.
Ahora bien, la COVID-19 no ha sido tan solo una crisis sanitaria.
Ha causado graves trastornos económicos, restando billones del PIB, perturbando los viajes y el comercio, cerrando negocios y sumiendo a millones de personas en la pobreza.
También ha causado graves trastornos sociales, con las fronteras cerradas, la restricción de la libre circulación, las escuelas cerradas y millones de personas sufriendo soledad, aislamiento, ansiedad y depresión.
La COVID-19 ha puesto al descubierto y ha exacerbado las fracturas políticas, tanto en los países como entre estos. Ha minado la confianza entre las personas, los gobiernos y las instituciones, a lo que ha contribuido el raudal de información errónea y de desinformación.
Y han puesto de manifiesto las marcadas desigualdades de nuestro mundo, ya que las comunidades más pobres y más vulnerables han sido las más afectadas, y las últimas en tener acceso a las vacunas y otros instrumentos.
Desde hace más de un año, la pandemia ha registrado una tendencia a la baja, y la inmunidad de la población ha aumentado gracias a la vacunación y debido a las infecciones, la mortalidad ha disminuido y los sistemas de salud ya no están sometidos a tanta presión.
Esta tendencia ha permitido a la mayor parte de los países volver a la vida tal como la conocíamos antes de la COVID-19.
El año pasado, el Comité de Emergencias —y la OMS— estuvieron analizando los datos cuidadosamente y considerando cuál sería el mejor momento para reducir el nivel de alarma.
El Comité de Emergencias celebró ayer su 15.ª reunión y me recomendó que declarara el fin de la emergencia de salud pública de importancia internacional. He aceptado esa recomendación.
Por consiguiente, me complace declarar que la COVID-19 ya no es una emergencia de salud mundial.
Sin embargo, ello no significa que la COVID-19 haya dejado de ser una amenaza para la salud mundial.
La semana pasada, la COVID-19 se cobró una vida cada tres minutos —y se trata solamente del número de muertes de las que tenemos conocimiento.
En este mismo momento, miles de personas de todo el mundo están luchando por su supervivencia en las unidades de cuidados intensivos.
Y más millones de personas siguen viviendo con los efectos debilitantes de la afección posterior a la COVID-19.
Este virus ha venido para quedarse. Sigue matando, y sigue mutando. Existe el riesgo de que surjan nuevas variantes que causen un nuevo aumento de los casos y de las defunciones.
Lo peor que podría hacer un país ahora mismo es servirse de esta noticia para bajar la guardia, desmantelar los sistemas que ha construido, o transmitir a su población el mensaje de que la COVID-19 no es algo que deba preocuparnos.
Lo que significa esta noticia es que ha llegado el momento de que los países pasen del modo de emergencia a la gestión de la COVID-19 junto con otras enfermedades infecciosas.
Y quiero resaltar que no se trata de una decisión apresurada. Es una decisión que ha sido cuidadosamente meditada durante algún tiempo, planificada y adoptada sobre la base de un análisis detenido de los datos.
En caso de necesidad, si la COVID-19 vuelve a poner nuestro mundo en peligro, no dudaré en convocar otro Comité de Emergencias.
Si bien este Comité cesará ahora su labor, ha transmitido el claro mensaje de que los países no deben cesar la suya.
Por recomendación del Comité, he decidido utilizar una disposición del Reglamento Sanitario Internacional nunca antes utilizada, a fin de establecer un Comité de Examen que formule recomendaciones a largo plazo y permanentes para los países sobre cómo gestionar la COVID‑19 de manera continua.
Además, esta semana la OMS publicó la cuarta edición del Plan Estratégico Mundial de Preparación y Respuesta frente a la COVID-19, en el que se esbozan las medidas clave que deben adoptar los países en cinco esferas fundamentales: la vigilancia colaborativa, la protección de la comunidad, la atención segura y ampliable, el acceso a contramedidas y la coordinación de emergencias.
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Durante más de tres años, los expertos del Comité de Emergencias han consagrado su tiempo, su experiencia y sus conocimientos especializados no solo para asesorarme con respecto a si la COVID-19 sigue representando una emergencia sanitaria mundial, sino también para asesorarme sobre las recomendaciones destinadas a los países.
Quisiera expresar mi más profundo agradecimiento a todos los miembros del Comité de Emergencias por su examen minucioso y sus sabios consejos.
Y quiero dar las gracias, en especial, al Profesor Didier Houssin por su liderazgo a lo largo de sus tres años de presidencia. Ha dirigido el Comité con una actitud tranquila y una mano firme en unos tiempos convulsos.
También deseo dar las gracias a las increíbles personas a las que tengo el privilegio de llamar mis colegas.
Durante más de tres años, el personal de la OMS ha trabajado de día y de noche, bajo una gran presión y bajo una estricta supervisión.
Han reunido a asociados y expertos de todo el mundo para generar estudios basados en la evidencia y traducirlos en orientaciones y acciones.
En los países de todo el mundo, la OMS ha trabajado en estrecha colaboración con los gobiernos para traducir esas orientaciones en políticas y medidas que salven vidas.
Mis colegas han trabajado incansablemente para que las vacunas y otros suministros lleguen con mayor rapidez a un mayor número de personas.
Y han contrarrestado la información errónea y la desinformación con información exacta y fiable.
No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a todas las personas del mundo que, como yo, están orgullosas de pertenecer a la OMS.
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Por un lado, este es un momento de celebración.
Hemos llegado a este momento gracias a las increíbles competencias y la abnegada dedicación de los trabajadores de la salud y asistenciales;
a la innovación de los investigadores y fabricantes de vacunas;
a las difíciles decisiones que los gobiernos han tenido que adoptar ante la evidencia cambiante, y
a los sacrificios que todos nosotros hemos hecho como individuos, familias y comunidades para mantenernos a salvo, tanto a nosotros como a los demás.
Por otro lado, este es un momento de reflexión.
La COVID-19 ha dejado, y sigue dejando, profundas cicatrices en nuestro mundo.
Estas cicatrices deben servirnos de recordatorio permanente de la posibilidad de que aparezcan nuevos virus, con consecuencias devastadoras.
Como comunidad internacional, el sufrimiento que hemos padecido, las dolorosas lecciones que hemos aprendido, las inversiones que hemos realizado y las capacidades que hemos creado no deben echarse a perder.
Les debemos a las personas que hemos perdido aumentar esas inversiones; crear esas capacidades; aprender esas lecciones, y transformar ese sufrimiento en cambios significativos y duraderos.
Una de las mayores tragedias de la COVID-19 es que no tenía por qué ser así.
Disponemos de las herramientas y las tecnologías necesarias para prepararnos mejor frente a las pandemias, detectarlas antes, responder a ellas con mayor rapidez y mitigar sus consecuencias.
Pero a nivel mundial, debido a la falta de coordinación, la falta de equidad y la falta de solidaridad, esas herramientas no se usaron con la eficacia con la que podrían haberse usado. Se perdieron vidas que no debieron haberse perdido.
Hemos de prometernos a nosotros mismos y a nuestros hijos y nietos que nunca volveremos a cometer esos errores.
De eso tratan el acuerdo sobre pandemias y las enmiendas al Reglamento Sanitario Internacional que los países están negociando actualmente —un compromiso con las generaciones futuras de que no volveremos al antiguo ciclo de pánico y desatención que dejó al mundo en una posición vulnerable, sino que avanzaremos comprometidos para afrontar las amenazas comunes por medio de una respuesta conjunta.
En 1948, las naciones del mundo se reunieron tras la guerra más sangrienta de la historia para comprometerse a trabajar conjuntamente a fin de lograr un mundo más saludable, reconociendo que las enfermedades no respetan las líneas que los humanos trazan en los mapas.
Llegaron a un acuerdo —un tratado: la Constitución de la Organización Mundial de la Salud.
Tres cuartos de siglo más tarde, las naciones se reúnen una vez más para llegar a un acuerdo a fin de asegurarse de que no cometamos los mismos errores de nuevo.
Si no hacemos estos cambios, ¿quién lo hará?
Corresponde a esta generación hacer esos cambios.
Y si no los hacemos ahora, entonces ¿cuándo?
Al igual que los países, las comunidades y las instituciones de salud pública de todo el mundo, la OMS ha aprendido enormemente de esta pandemia.
La COVID-19 ha cambiado nuestro mundo, y nos ha cambiado a todos.
Y así debería ser. Si todos volvemos a la situación anterior a la COVID-19, no habremos aprendido ninguna lección, y habremos fallado a las generaciones futuras.
Esta experiencia debe cambiarnos a todos para mejor. Debe contribuir a aumentar nuestra determinación de hacer realidad el objetivo que tenían las naciones cuando fundaron la OMS en 1948, a saber, que todas las personas gocen del grado máximo de salud que se pueda lograr.